Comentario
El sedentarismo era la nota dominante en la sociedad europea del siglo XVIII. Abundaban, es cierto, los matrimonios entre miembros de localidades vecinas, se acudía con frecuencia (al mercado y a otros asuntos) a las ciudades o villas cabecera de comarca más próximas, se iba en romería o se visitaba en fechas señaladas algún santuario..., pero nada de ello, por lo general, implicaba salir de un puñado de kilómetros cuadrados y la vida de muchos hombres transcurría en ese reducido espacio.
Sin embargo, la estabilidad no era total y aunque la movilidad geográfica no solía afectar sino a una minoría, en determinadas circunstancias podía llegar a ser significativa. En cada país solía haber una colonia de extranjeros, militares, estudiantes, religiosos que iban de convento en convento, artesanos cualificados para poner en marcha ciertas industrias, mercaderes y negociantes que se agrupaban en ciudades portuarias, músicos y artistas que recorrían diversas cortes, constituyen ejemplos de personas que, más o menos habitualmente, se desplazaban, a veces, a largas distancias.
Mucho más numerosos, junto a los pocos que tenían en el nomadismo su forma de vida (gitanos), mendigos y vagabundos erraban constantemente por los caminos. Considerados inútiles desde el punto de vista económico y peligrosos socialmente, los intentos de acabar con ellos, cuando se hicieron, resultaron bastante ineficaces. Y su número, lógicamente, se incrementaba de forma considerable en momentos de dificultades económicas. Se ha llegado a estimar en cerca de 1 millón los existentes en Francia al final del Antiguo Régimen.
Por otra parte, no eran raros los desplazamientos estacionales, impuestos por la propia estructura geoeconómica -la referencia a los pastores trashumantes castellanos es obligada- o por otras razones, no siempre suficientemente aclaradas, pero entre las que destaca, sin duda, la necesidad de buscar ingresos suplementarios. Los franceses - de Auvernia, Pirineos, llanuras del Sudoeste- que venían a España durante la recolección o a partir del otoño para ejercer los más diversos oficios o trabajaban en su país como buhoneros, quincalleros o caldereros ambulantes son, entre muchos otros, buenos ejemplos de ello.
Las ciudades y núcleos grandes, ya lo hemos dicho, constituían un importante foco de atracción, temporal o definitivo, para quienes buscaban mejorar su situación o, simplemente, ahorrar lo suficiente para hacer frente al matrimonio. La atracción no se limitaba en modo alguno al entorno más próximo, sino que podía afectar a una área muy extensa. E. A. Wrigley estimó que, a finales del siglo XVII, una sexta parte de la población inglesa había residido alguna temporada en Londres, proporción que, sin duda, aumentaría en el siglo XVIII, sobre todo, si extendemos la consideración a todas las ciudades (pero la sociedad inglesa fue una de las de mayor movilidad geográfica durante la Edad Moderna).
Los desplazamientos, en ocasiones, implicaban el abandono definitivo del propio país. Y no siempre de forma voluntaria. La intransigencia política y religiosa, si bien algo más atemperada que en tiempos anteriores, continuó forzando o condicionando migraciones. Sirvan como ejemplo de ello, entre los muchos casos que se podrían citar, los cerca de 20.000 protestantes expulsados de sus territorios por el arzobispo de Salzburgo en 1728; o los presbiterianos del Ulster (en número superior a los 100.000) que emigraron a América, entre otras razones, por las exclusiones de que eran objeto por su confesión religiosa. Y a finales del siglo, los huidos de los acontecimientos de la Francia revolucionaria conformarán una nueva oleada de exiliados.
Los movimientos de colonización de tierras originaron también corrientes migratorias de diversa importancia. Podemos citar, a pequeña escala, la repoblación de Sierra Morena por Carlos III, o las desecaciones de tierras pantanosas llevadas a cabo en muchos países. Y entre los más importantes se cuentan, por ejemplo, el llevado a cabo por Federico el Grande de Prusia -continuando un proceso iniciado anteriormente-, que afectó probablemente a cerca de 300.000 colonos o la colonización de la Gran Llanura húngara, tras su reconquista por los Habsburgo a los turcos, con pobladores magiares y también alemanes, franceses, italianos, albaneses...
Finalmente, se ha de considerar la emigración a las colonias, la única corriente migratoria de importancia que trascendió los límites continentales. De difícil evaluación, se ha estimado recientemente en algo más de 2, 7 millones de emigrantes a lo largo del siglo. De ellos, 1,5 millones (británicos en su inmensa mayoría) se habrían dirigido a la América continental inglesa, de 620.000 a 720.000 portugueses habrían ido al Brasil y quizá no más de 100.000 españoles se habrían establecido en la América hispana, siendo muy exigua -unos pocos miles de personas- la emigración francesa al Canadá y más numerosa -de 100.000 a 150.000- la que tuvo por destino las Antillas francesas. Por lo demás, América recibía otra aportación humana de muy distinto signo, la de los esclavos negros, a cuyas cifras y significación nos referimos en otro lugar.
La repercusión demográfica que la emigración a América tuvo en Europa no fue grande. En conjunto, las salidas no representaron más que una pequeña proporción del excedente de población acumulado en el Viejo Continente. Y analizándolo por países, sólo pudo frenar el crecimiento en Inglaterra y, dadas las cortas cifras de partida, en Portugal. En cuanto a las migraciones internas, su papel de redistribución de los excedentes humanos constituye un factor de equilibrio en la relación entre población y recursos. Los movimientos estacionales, normalmente, tendían a reducir la fecundidad en los lugares de origen, igual que el retraso del matrimonio y el mayor índice de celibato definitivo que no pocas veces experimentaban los inmigrantes en las ciudades. Esto, y los más elevados índices de mortalidad urbana, ha llevado a concluir a J. de Vries, en contra de una opinión muy extendida que consideraba marginales sus efectos, que las migraciones, y en concreto las que tenían por destino las ciudades, ejercían un notable papel moderador del crecimiento demográfico.